Mis pisadas sobre el pasto húmedo y los huecos de barro marcaron el camino. Levanté la vista al frente, buscándolo, pero vi dos o tres personas de las que no sabía bien cuál era. La vieja estación tenía un aspecto nostálgico con aquel día de lluvia que parecía estar destinado sólo a regar las plantas y a arruinar el primer encuentro con mi gran amigo. Conforme fui caminando descarté personas que se hacían más cercanas ante mi mirada, y al final ahí estaba, sentado, mirándome esperando que llegara. Nos saludamos efusivamente tal como lo merecía nuestro primer encuentro después de un año siendo amigos a la distancia, irónicamente, ya que vivíamos en el mismo pueblo. Por suerte, nos cubría el techo de esa estación que en algún momento reunió a viajeros esperando el tren.
El mate y las cartas, luego de una pequeña charla para romper el hielo, no tardaron en aparecer. Pero no fue mucho más el tiempo que tardó en sacar de su mochila negra lo que me quería hacer probar. Él cultivaba y estaba muy incursionado en ese mundo, mientras que yo había tenido unas pocas experiencias más efímeras que duraderas y sin demasiada historia. Tampoco me interesaba mucho, pero habíamos quedado hace tiempo en hacerlo juntos y la primera vez que nos veíamos podía ser la ocasión especial. Debe ser algo similar a los efectos del alcohol, pensé. Las primeras pitadas fueron raras, ahogadas y con tos. Él se reía y yo un poco también, aunque todavía no estaba del todo suelta porque al fin y al cabo era la primera vez que nos veíamos. Pasaron las siguientes y en algún momento en mi cabeza se cruzó la mención de alguna amiga mía que me dijo que con dos o tres estaba bien. Habían sido más de diez.
Por unos segundos desaparecí. No recuerdo los segundos que anteceden el presente que me rodea. Perdí la noción espacio-tiempo. No sé dónde estoy. No sé con quién estoy. No sé si fueron segundos o minutos los que pasé petrificada mirando la lluvia caer del cielo gris sobre el pasto húmedo y el paisaje campestre, que más que la propia realidad se sentía como estar mirando la pantalla en el cine. Como si no estuviera ahí, como si fuera espectadora de una especie de primera persona. Miré a mi amigo y él me miraba también, pero no lograba distinguirlo. Mi alrededor latía, latía como mi corazón, estaban sincronizados. Mi cabeza hacia la conexión de por qué estaba donde estaba y por qué se sentía así, pero se desconectaba como wifi con mala conexión. Tenía que reiterar todo varias veces. Reiterarme. Quería hablar pero no me salía. No sabía quién era, sentía que no podía hablar, tampoco moverme. De repente todo empezó a acelerarse y lo que creí que iba a ser gracioso me empezó a preocupar. Mi cuerpo y el tiempo iban lentos pero, mi cabeza rápido. Mi amigo me levantó a caminar y cuando trataba de conectar con él y su realidad lo notaba preocupado.
Parada me sentía mareada. No podía caminar sin sentir que me caía. Ahí sí parecían los efectos del alcohol, al menos. Pero no sumaba en nada, y lo peor llegó cuando doblamos para la avenida que da a la entrada de la estación, en la que empezamos a cruzarnos con la gente. Me sentía rara y no quería que me vieran. Me empecé a paranoiquear creyendo que estaba haciendo algo malo y que todos se iban a dar cuenta. Volvimos de donde salimos, en una vuelta perfectamente redonda y nos volvimos a sentar. Creí que lo peor había pasado cuando pude empezar a concluir frases y a conectar con quien estaba frente a mi.
Juguemos a las cartas, dijo. Puso música para que todo esté más tranquilo y empezamos a jugar al truco. No estaba tan mal, pero definitivamente no podía distinguir entre un siete de espadas y un siete de basto. Sin embargo, después vino el chinchón y confirmé que me era imposible seguir el ritmo del juego. Estaba más calmada, creí que había encontrado un poco de comodidad en la realidad que me incomodaba. Pero mi amigo en cinco minutos se despidió y me quedé sola en aquel alrededor retumbante. Tenía un cumpleaños, recordé. La casa de mi amiga quedaba tan solo a cinco cuadras en línea de la vieja estación. Un poco me alivié de estar sola y no sentirme en la obligación de interactuar con alguien más.
Había dejado de llover, pero el cielo seguía especialmente gris. Crucé la calle despidiéndome del campo que me había acompañado en aquellas efímeras dos horas (porque el tiempo pasa lento solo para uno) y emprendí camino, deseando que mi yo vuelva a ser yo y que la realidad vuelva a ser realidad.
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