miércoles, 24 de abril de 2024

Venganza de luna llena

–¿¡Qué es eso!? –exclamó la chica de ropas negras con un grito que en realidad era casi un susurro.

–Tranquila, Caro, es solo un enano de jardín.

María no podía dejar de lamentarse de haber elegido a su miedosa amiga para emprender su venganza. Caminaban despacio entre medio del jardín de aquella casa que, notándose como la típica casa moderna de clase media alta, por dentro contenía gente que más que moderna se había quedado en la época medieval. La muchacha de veinticuatro años miraba con desprecio el lugar, sesgada por lo que le habían hecho. Carolina en cambio estaba más preocupada en no llevarse nada puesto cuando se escabulleron a los ventanales traseros que en otra cosa. Ella había accedido a acompañar a su amiga solo por una cosa: cuando le contó su idea se ofendió de que no la hubiera considerado con las personas que la podrían llegar a acompañar. Ahora entendía por qué.

María miró a sus alrededores en un intento casi inútil de ver si no había alguien que la pudiera sorprender por detrás, así como hacían en las películas. Se sentía como en una película. Más que como una delincuente se sentía como una chica valiente y corajuda que buscaba lo que le correspondía: venganza. Cuando le preguntaban por qué lo hacía solo respondía que era de escorpio, como si esa fuese la razón más pertinente de sus acciones.

A decir verdad le avergonzaba que supieran la gravedad del asunto, o le incomodaba, ya que era una jóven que siempre le buscaba lo divertido y escandaloso a las cosas. No estaba para ponerse seria. Por eso en vez de incurrir en acciones legales con su antiguo empleador, prefirió tomar las riendas ella misma.

Cuando estuvieron en frente de los ventanales, miraron por las blanquecinas cortinas, que se traslucían bastante, por si había alguien despierto en la madrugada buscando algún vaso de agua. No fue así.

–Pasame mi mochila, a ver –María abrió su mochila y sacó un cuchillo herrumbrado del fondo.

–¿No tenías un cuchillo menos oxidado por ahí?

María simplemente la ignoró y empezó a forzar uno de los costados de los ventanales. Conocía la forma porque en la casa de su tía siempre se quedaban trabadas y no quedaba otra que forzarlas. Intentó el mayor silencio que pudo. Cuando creyó que ya estaba, deslizó muy gentilmente el ventanal hacia la izquierda, dejando el espacio justo y necesario para que pasaran dentro de la casa. Luego cerró para que la corriente no las delate. Estaba bastante oscuro, pero la elección de una noche con luna llena les permitía vislumbrar lo suficiente para ver donde caminaban, y para ver la hermosa sala que tenían frente a sus ojos. Colores blancos, beiges y negros predominaban casi sin excepción. Un espejo en una de las paredes les llamó la atención, llegaba casi del techo al piso. Los sillones se veían apetecibles, y a un costado, en forma de concepto abierto, se llegaba a ver una cocina de mesadas tan brillantes que hacían rebotar la luz lunar e iluminar un poco más el espacio. No se detuvieron más a observar el lugar y María le hizo una seña a Carolina de que la siga en silencio. Un ruido las hizo pararse en seco.

–¡Un perro negro! –dijo Carolina asustada, viendo la criatura de tamaño prominente bajar por las escaleras y acercarse hacia ellas.

María tenía todo previsto, menos eso. Debía ser nuevo, Carlos nunca le había comentado que tuviera un perro. Empezó a creer que todo eso era mala idea cuando no supo cómo iba a reaccionar el peludo ante las visitas nocturnas. Inesperadamente, conforme el perro daba unos pasos lentos hacia ellas, como midiéndolas, María en un acto de valentía extendió su brazo hacia el. El perro empezó a olerla y al cabo de unos segundos movió la cola. Suspiraron aliviadas, pero ahora iban a tener una compañía inquieta siguiéndolas en la misión.

–Ya está, ya está, vamos subiendo así hacemos todo lo antes posible. –dijo María y comenzó a subir las escaleras, que si bien le había contado Carlos, la llevarían a donde necesitaba.

Carolina miró al perro con lástima, como si lamentara no poder seguir con el can. Este por suerte las miró, y decidió no seguirlas.

Arriba estaba todo mucho más oscuro. Así que, mirando que todas las habitaciones del pasillo estuvieran cerradas, sacaron sus celulares con el brillo bajo para poder iluminar sus pasos. Había cinco puertas, de las cuales una era el escritorio al que quería acceder. María se preguntó por qué carajo no pusieron el escritorio en el piso de abajo. Pero que le iba a hacer, ya estaba en el juego, así que empezó a abrir las puertas al azar a ver si acertaba, como en las adivinanzas. Carolina se mordía los labios, nerviosa, cada vez más arrepentida de estar ahí. La primera puerta, el baño. La segunda, apenas se alcanzaba a ver una cama perfectamente tendida, lo cual indicaba que era una habitación de invitados, o algo así. Finalmente, como si el destino estuviese de su lado, la tercera puerta dio con el objetivo. Tenía un pequeño pasillo, pero se alcanzaba a ver un escritorio con una notebook encima, y al costado, una biblioteca llena de libros. Carolina sintió envidia. A María mucho no le importaba quedarse a mirar, ella estaba ahí por una razón, y la verdad todo lo que tuviese que ver con aquel tipo le provocaba náuseas. Cuando se adentraron en la habitación buscó con la mirada algo que le diera algún indicio. Con Carolina en la espalda mirando tres veces por minuto hacia el pasillo, empezó a abrir los cajones del escritorio. Papeles, cartuchos, clips, abrochadoras. Nada parecía darle una pista. Y no, pensó, no me van a dejar todo servido. Suspiró perdiendo la paciencia. Miró a su alrededor y Carolina levantó sus hombros. Visualizó algo en la esquina que llamó su atención. Algo que no encajaba, completamente desfigurado de aquel estilo minimalista que caracterizaba toda la casa. Era un reloj de pie. Uno antiguo, amaderado, bien lustrado. Similar al de las películas de terror. María le puso la mano encima, acariciándolo, como si del perro negro se tratara.

–Está lindo ¿No? –observó Carolina

–No es eso. Es raro. No es de acá.

–¿Vos decís?

–Sí, algo tiene que tener, no ves que desencaja con todo.

Aunque a Carolina le pareció un falso indicio, prefirió no decir nada. Se quedó mirando los libros mientras María buscaba desesperadamente alguna manija escondida en aquel reloj. Una llave, una abertura, algo. Estaba por rendirse cuando dio con una hendija, metiendo la mano por atrás.

–A ver Caro, ayúdame a correrlo porfa. –Carolina se dio vuelta y la miró con cara de sorpresa.

–¿Estás loca? Vamos a hacer un re quilombo. Ya está, vamos. Salgamos que nadie se dio ni se dará cuenta de que estuvimos acá. Ya fue, Mar, yo te acompaño a hacer la denuncia.

–Ayúdame, Carolina. Vos quisiste venir, y yo de acá no me voy hasta afanarle todo.

A María le molestó el comentario, pero concentró sus energías en lo que estaba haciendo. Carolina se acercó y la ayudó a correr, lo más despacio que pudo, aquel reloj. Se sobresaltaron cuando al rayar el piso el mueble hizo un chillido. Se quedaron quietas unos segundos y luego María empezó a buscar aceleradamente aquello que había tocado con sus manos. Encontró la abertura, y como lo predijo en su cabeza, era una puertita. La abrió, pero todo no iba a ser tan fácil. Adentro tenía una caja fuerte con contraseña numérica. Carolina empezó a ponerse paranoica y empezó a caminar de un lado a otro. María pensó, tratando de ver en sus recuerdos algo que le diera esa contraseña. La luz llegó a sus ojos y probó suerte. Cuatro números. La caja fuerte se abrió.

–Qué predecible es el hijo de puta. –Por primera vez sonrió.

Los fajos de billetes verdes iluminaron aún más su mirada, y ahí, Carolina le extendió la mochila para que empiece a guardarlos. Los fajos cayeron uno por uno en la mochila, de forma ordenada y silenciosa. Carolina caminó en el mientras tanto a la biblioteca y agarró dos libros. Miró cómplice a María.

–Si le robamos plata no creo que esté mal sacarle un par de libros.

María sonrió negando su cabeza, pero pronto algo le borró la sonrisa. Unos ruidos se empezaron a escuchar desde el pasillo. Se miraron alarmadas. María cerró rápido la mochila y se asomó. No había nadie. Movió sus labios diciéndole a Carolina “vamos” y apresuró su paso cruzando el pasillo. Pronto la puerta de una de sus habitaciones se abrió y una sombra masculina las sorprendió. A María le recorrió un escalofrío. Las chicas empezaron a correr.

–¡Ey! –Gritó el hombre– ¡Voy a llamar a la policía!

María agradeció que no la llegara a reconocer cuando ya estaba bajando las escaleras corriendo. Con la adrenalina y el apuro por salir de ahí, cuando dió vuelta para llegar a la sala, dobló muy pegada a la pared y dejó el espejo roto tras sí. El estruendo retumbó por toda la casa. Pronto recordó a Carolina.

–¡Cuidado!

Carolina saltó los vidrios y se arrepintió tanto, tanto. Pero no podía pensar. María abrió de un tirón el ventanal y escaparon tras el jardín sin mirar atrás.

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