Aprendí a leer a los 4 años cuando mi papá me hacía leer los sabores del jugo tang, en la casa de mi infancia en Flores. Luego, después de varias lecturas obligatorias de libros en la primaria, empecé a descubrir mi propio interés en la lectura. Mi primer libro leído por placer, a los once años, fue uno de terror. Todavía lo tengo en la biblioteca, “Cara a cara” se llama, me acuerdo que no podía salir del libro por la intriga que me producía, iba a la casa de mi abuela que queda a 40km leyendo en el viaje a pesar de que soy muy sensible con los mareos en el auto. Lo terminé no más que en una semana, y fue como abrir una puerta, que en los próximos años no se cerró. Dos puertas, mejor dicho. O una que abrió la otra. A partir de ahí, no pude dejar de leer, se tornó un hábito. Vivir en el campo y sin internet en su momento fue un empuje a la actividad ya que era para lo único que disponía mi tiempo libre. Me descargaba libros en el celular y leía todo el día, toda la noche. Pasé del terror al romance, preadolescente de 13 años que descubre el mundo del amor y la correspondencia. Me empezaron a regalar libros, que leía en dos días. A su vez, empecé a darme cuenta que yo también podía escribir. Pero ese era un camino que había empezado con un rumbo distinto. Escribía poemas, letras de canciones, a los 6 años, cuando mi sueño era ser cantante. Un poco influenciada por mi hermano que tenía una banda de rock, escribía sus canciones y me inspiraba a escribir las mías para cuando llegue mi momento. Crecí y eso quedó en el olvido, tanto cantar como escribir canciones, pero algo no se fue, lo que se anudó con mi hábito de la lectura. Empecé muy entusiasmada, queriendo escribir una novela entera, varias novelas, capitulo por capitulo sin tener idea a donde iba a llegar todo eso. No planificaba nada, solo escribía lo que se me iba ocurriendo. Por supuesto que todo aquello quedaba en la nada, varias novelas de título fantasioso con menos de diez capítulos y una historia inconclusa sin planear. Pero las ganas estaban, y eso era lo que me movía. Llegó un momento en el que yo quería ser escritora. Sin embargo, cuando fui llegando a la adolescencia, poco a poco esos hábitos y esas ganas de la literatura se empezaron a desvanecer. Con otras preocupaciones en la cabeza, con internet ya instalado en mi casa, le dejé de dar importancia a la lectura, a la escritura, a los libros. Hasta que un día, nunca más toqué uno. El hábito desapareció. Usaba la escritura como medio de desahogo en momentos en los que no me sentía muy bien, al fin y al cabo, siempre me fue más fácil con las palabras escritas que con las habladas. Pero esas cosas empezaron a interiorizarse y no se plasmaron más en palabras, yo no las plasmé más en palabras. Hoy, varios años después, encontré la lectura otra vez en los textos de la facultad, que muchas veces me sacan una sonrisa porque recuerdo cuánto me gusta lo que estoy aprendiendo, lo que estoy estudiando. Este verano, me quedé varios días sin luz luego de una de esas tormentas que arrasaron con todo. Hace varios meses ya que quería retomar el hábito de la lectura por placer, pero no encontraba forma de desconectarme de la tecnología, de reencontrarme con el desciframiento y no con lo que se nos presenta como literal. Uno de esos días, agarré, mucho tiempo después, un libro de mi biblioteca que tenía pendiente y empecé otra vez. Por la falta de luz lo pude terminar muy rápido, y enseguida llegó otro. Creo que fue otro momento de quiebre similar a la vez que leí “Cara a cara”. Hoy, esta materia me hace reencontrarme con lo bello de la lectura y la escritura, me recuerda que alguna vez hubo algo que me despertó sensaciones diferentes, diferentes a la inmediatez que prevalece en todo actualmente.
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